Mientras escribo estas líneas, los medios están inundados de noticias en torno a la enésima captura de “El Chapo” Guzmán, quizás, el mayor narcotraficante mexicano, líder del cartel de Sinaloa, y protagonista de algunas de las fugas más increíbles de la historia. Mientras escribo estas líneas, o mientras reviso algunas de las películas recientes del cine mexicano, en mi casa comentamos y reproducimos en bucle el video de la nueva captura de “El Chapo”, casi un plano secuencia de quince minutos rodado por la cámara que uno de los soldados que le detuvo portaba en el caso. El video, bajo el título de Operación Cisne Negro , se ha extendido por las redes con rapidez, acumula en apenas unos días cientos de miles de reproducciones, y es ya objeto de versiones paródicas que ironizan sobre sus cualidades cinematográficas, al tiempo que siembran, consciente o insconscientemente, la duda sobre la veracidad de esas imágenes y de todo el operativo policial, estatal y mediático. No cabe duda que lo real es siempre una invención, y la puesta en escena, el vehículo perfecto para la propaganda. Sea cierto el video, o sea una nueva operación de propaganda, el personaje de El Chapo, y todo aquello que le rodea, tiene todos los ingredientes de cualquier producción latinoamericana que los festivales internacionales más prestigiosos buscan con ahínco: violencia, sexo, mujeres explosivas, pobreza, drogas, escenarios rurales, figurantes semi-analfabetos y empobrecidos (llamados por la crítica “actores no profesionales”), y la siempre sugerente duda de que el Estado Mexicano sea una extensión podrida y corrupta de los carteles de la droga.
Dicho de otra manera: todos aquellos elementos que el espectador concienciado en la superficie y algo racista en el fondo necesita para reafirmar inconsciente su visión postcolonialista del mundo, y al mismo tiempo satisfacer aquello que Myke Zyrd llamaba la “fantasía documental”: “La idea de que resolvemos los problemas en el mundo con tan sólo ver documentales sobre ellos” . Esa fantasía, muy presente en la relación del espectador con el cine documental más tradicional, el que pone el foco en el tema y su gravedad, sirve para acallar la mala conciencia de los espectadores de países ricos y se aplica también a la relación que establecemos con películas de ficción, especialmente con aquellas procedentes de países pobres o en desarrollo, que no hacen sino reproducir los estereotipos de nuestro imaginario de los países del sur, lo que el crítico Roger Koza llama la “escuela de la sordidez”: sociedades primitivas, ignotas, violentas, dominadas por instintos primarios, exóticas y peligrosas a un tiempo, y capaces de despertar en nosotros el afán de aventura, la compasión, la solidaridad, y una indignación superficial, inmediata, inocua y de quita y pon.
De alguna manera, el circuito de festivales, críticos, programadores, espectadores y medios no hace sino reproducir, en un bucle que parece infinito, el circulo vicioso de la pornomiseria, que ya denunciaron los cineastas colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo en los años setenta: “La miseria se convirtió en un tema importante y por lo tanto, en mercancía fácilmente vendible, especialmente en el exterior, donde la miseria es la contrapartida de la opulencia de los consumidores. Si la miseria le había servido al cine independiente como elementos de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o porno-miseria”. Ahora, el círculo de la porno-miseria, esa compra-venta de imágenes producidas en el sur para satisfacción de los espectadores y la industria del norte, imágenes vacías de discurso crítico y político, ha adoptado también los ropajes más prestigiosos del cine de autor, principal responsable de ese autorretrato falso, impuesto y dirigido desde el norte, que ciertos cines del sur realizan sobre sí mismos y sus países de origen.
Ese fantasma de la pornomiseria, la sordidez y el negocio del cine de autor con la desgracia ajena es uno de los grandes debates a los que se enfrenta todo el cine latinoamericano contemporáneo (valga la generalización), necesitado de los grandes festivales europeos para validarse, legitimarse y alcanzar el estatus autoral que le permita entrar en la industria y los mercados; un círculo infernal de dependencia y dominación intelectual y económica. Un cine latinoamericano que al mismo tiempo, lucha por encontrar formas de auto-representación que huyan de la mirada miserabilista que Europa impone sobre ese conjunto imposible que es América Latina.
El cine mexicano, quizás por la potencia de su producción, por su diversidad, y por su crecimiento exponencial, es uno de los mejores ejemplos de esas tensiones y contradicciones: junto con un cine puramente industrial, que mira con envidia a Hollywood, junto con autores que juegan la baza del exotismo para introducirse en la industria norteamericana, y junto con un cine autoral dependiente por completo de los circuitos de festivales internacionales, México vive desde hace unos años, coincidiendo más o menos con la explosión de las tecnologías digitales, una revolución cinematográfica que se enfrenta de forma clara, y política, a esa definición y relación de dependencia norte-sur, y cuestiona incluso las estructuras de centralidad y marginalidad a través del trabajo de cineastas que, o bien no viven en el país, como es el caso de Nicolás Pereda, emigrante en Canadá o Pedro González Rubio, emigrado en Francia; que viven en zonas alejadas de los centros de poder, como Pablo Chavarría o Diego Amando Moreno, dos cineastas que practican su cine desde la soledad sonora de la selva de Chiapas; o bien habitan directamente los espacios ácratas de las redes, como el colectivo Los ingrávidos. Esa cuestión del movimiento centrífugo en lo físico, que impone una distancia con el centro de la identidad, difuminando sus fronteras y proponiendo nuevos retratos de una identidad puesta en duda, va acompañado de un movimiento centrípeto en los temas, y un replanteamiento en las formas de plantearlos: cuanto más lejos del centro, de todos los centros, están estos cineastas, más preocupados parecen por el devenir de su país, y por buscar maneras cinematográficas que piensen políticamente a México.
Tomemos por ejemplo LAS LETRAS (2015), estrenada en CPH:DOX, la última película de Pablo Chavarría, ese biólogo y cineasta autodidacta que se reinventa en cada trabajo: filmada en largos planos secuencias casi flotantes, como sacados de un estado de duermevela pesadillesca, la historia de Alberto Patishtán, un activista indígena encarcelado sin pruebas durante 13 años y posteriormente indultado por el gobierno que reconoció haber violado sus derechos, rehuye cualquier tentación explicativa o denuncia, y se decanta por un trabajo que raya lo surreal para retratar el país como un estado de ánimo, y la lucha por los derechos civiles como el final de uno de esos largos travellings voladores que acompañan a un grupo de niños en sus paseos por el bosque. Filmada en una comunidad Tzotzil (maya), la película no traduce las palabras de sus protagonistas, renunciando a la imposible tarea de explicar el país, haciendo patente el choque cultural, y proponiendo un diálogo a través de las formas cinematográficas que permita entender la diversidad, y asumiendo con orgullo la inutilidad de un cine que aspire a representar de forma unívoca la compleja realidad. El trabajo del colectivo Los ingrávidos , compuesto por un número no determinado de cineastas-activistas, es otro de los más interesantes y reveladores de ese otro cine mexicano que huye a la vez de los discursos y las formas oficiales, y que plantea una mirada crítica sobre su realidad y las formas de representarla y, en su caso, de distribuirla: sus películas se exhiben siempre en internet, de forma abierta, poniendo en duda incluso la validez de los sistemas de legitimación culturales, y optando por un conocimiento y un reconocimiento horizontal y descentralizado.
Uno de sus últimos cortometrajes, TRIPTYCH (2015) plantea un vínculo entre tres figuras histórico-políticas de la resistencia mexicana, la Soldadera, la Zapatista y la Normalista, que coexisten en el imaginario colectivo, superponiéndose, y haciéndose presentes en el cotidiano de un pueblo que resiste de forma silenciosa a la guerra organizada desde el poder. También MEMORIA OCULTA (2014), de Eva Villaseñor, la investigación de un episodio de amnesia de la propia realizadora a partir de un trauma, puede leerse en clave nacional, como la propuesta de un necesario ejercicio de memoria colectiva para revisitar esos espacios vacíos de la historia y el presente mexicano. Junto a estos cineastas, otro nombres, como Joshua Gil, con LA MALDAD (2015), o Ricardo Silva, con NAVAJAZO (2015), también participan de ese replanteamiento colectivo del cine nacional mexicano y su relación con los paisajes de la violencia y la sordidez. LA MALDAD y NAVAJAZO son, a este respecto, también muy relevantes, porque las dos, a través de estrategias de borrado de lo ficticio y lo documental, no esquivan el debate sobre la violencia o lo marginal, sino que lo enfrentan mediante el retrato de cuerpos en los límites de lo posible, de lo real, de lo socialmente aceptado, y lo usualmente representado: ancianos, prostitutas, yonkis, que son protagonistas sin ambages, humanos, perversos y tiernos.
Las tres películas mexicanas presentes este año en Berlinale Forum están atravesadas por todas estas tensiones, y enfrentan de formas muy diversas este debate sobre la representación y construcción del país y su cine nacional: TALES OF TWO WHO DREAMT, el nuevo trabajo de Andrea Bussmann y Nicolás Pereda, realizado enteramente en Canadá, es el retrato, entre lo irreal, lo soñado y lo imaginado, de un edificio ocupado casi por completo por inmigrantes gitanos húngaros. Huyendo de la etnografía (o abrazando una suerte de etnografía experimental), Bussmann y Pereda inventan historias con los protagonistas historias, escuchan las que ellos le cuentan, o les superponen las que ellos imaginan, en una película de capas, viajes inacabados y procesos de transformación: metamorfosis (con Franz Kafka en la lejanía). Pereda siempre ha trabajado sobre la idea de lo foráneo, lo que está fuera de lugar, lo que llega, se repite, cambia y se mantiene, aborda aquí, junto a Bussmann, y de manera directa ese estado irreal que supone vivir fuera, despertar en un cuerpo y un lugar que no son tuyos. Ser y dejar de serlo, al mismo tiempo. El sentimiento de fragilidad, de estar siempre al borde de la ruptura, de la fragmentación, también lo aborda, de manera muy singular, MAQUINARIA PANAMERICANA, de Joaquín del Paso.
A través de una ficción sobre una empresa de maquinaria presidida por un patrón paternalista, patriarcal y omnipresente que muere de forma sorpresiva, sumiendo a sus empleados en el caos, el miedo y la locura, del Paso construye una fábula metafórica, trágica y cómica, surreal e hiperreal al mismo tiempo, sobre todo un país que no es capaz de distinguir si vive al borde de la locura o está sumido en ella por completo. Y TEMPESTAD, el nuevo trabajo de la mexicano-guatemalteca Tatiana Huezo, es la película que más directamente aborda, y confronta, esa construcción del México sórdido: el relato de una mujer que tras un año en la cárcel, acusada sin pruebas de tráfico de personas, ha de atravesar el país para reunirse con su hijo pequeño, sirve de hilo conductor para esta road-movie aparentemente desdramatizada. Un ejemplo de cómo retratar la impunidad, el miedo y la desesperanza, de cómo hacer cine político, en definitiva, sin caer en las trampas de lo evidente, lo sórdido, lo miserable. La voz de la protagonista, a la que interpretan en cámara mujeres diversas, anónimas, y a quien solo veremos a contraluz, en el revelador último plano de la película, se superpone a la filmación de un viaje por ese México cotidiano que también retratan Los ingrávidos, Pablo Chavarría, Ricardo Silva , Joshua Gil, o Diego Amando Moreno: trabajadores, paisajes, hombres y mujeres vencidos por el sueño, por el salario mínimo, por la impunidad, la injusticia, la violencia, hombres, mujeres, niños, caminando, resistiendo, construyendo con su día a día. En todo ese cine, el que huye de lo sórdido, de lo pornomiserable, de las imágenes a-críticas de la violencia, resuenan las palabras que el EZLN dedicó a los padres de los estudiantes asesinados en Ayotzinapa: “A nosotros no nos importan los dimes y diretes, los acuerdos y desacuerdos que los de arriba tienen para decidir quién se encarga ahora de la máquina de destrucción y muerte en que se ha convertido el Estado mexicano. A nosotros nos importan sus palabras de ustedes. Su rabia, su rebeldía, su resistencia”. Palabras, e imágenes, de ustedes. Palabras, e imágenes, para todos.